Buscar una senda cerca de Madrid, en la que predominen colores como el verde, el marrón y el azul y en la que se pueda pasear sin agobios de multitudes puede ser algo a priori complicado, pero existe. Está en Torrelodones (carretera A 6 de Madrid) y se conoce como la senda en el entorno del Embalse y del Arroyo de Trofas. ¡Ideal para ir en familia! ¿No acompañas a la ruta en Torrelodones con niños?
Ruta en Torrelodones con niños. Senda del embalse de Peñascales y Arroyo de Trofas
Un sendero estrecho se abre camino al borde la carretera que une la Avenida del Lago y la Avenida del Monte en Torrelodones. Por delante tenemos poco más de cinco kilómetros que debemos recorrer a pie (a paso de adulto una hora, a ritmo de mis hijas dos horas), y es que aquí las bicicletas o los carritos de bebés (sustitúyelo por una mochila portabebés) no encontrarán un acondicionamiento apropiado.
Olmos, chopos o fresnos nos dan la bienvenida en este primer trayecto de esta ruta en Torrelodones con niños y nos acompañan sigilosamente hasta el primer tramo de escaleras. ¡Empezamos fuerte! Desde arriba ya se pueden apreciar las aguas calmadas del embalse de Peñascales. ¡Qué tranquilidad! Por mí me quedaría un buen rato, pero las niñas son las que marcan esta ruta y ya van muy adelantadas.
Todo está en silencio. Poco a poco y, con el canto de los pájaros y el rumor del agua como banda sonora, vamos en paralelo al embalse hasta que llegamos a un punto en el que podemos bordearlo y regresar a nuestro punto de orgien. ‘Tan pronto, mamá’, dicen mis hijas. Así que decidimos continuar recto y seguir hacia el arroyo de Trofas. ¡Aquí el agua corre con fuerza!
A sus orillas se puede ver algún pescador colocando su caña, otros echando una cabezadita sobre su manta a la espera de que suceda algo e, incluso, algún perro nadando de una orilla a otra. Si no fuera porque estamos todavía saliendo del invierno y la temperatura no supera los 15 º, estoy convencida de que mis hijas y yo nos tiraríamos al agua o, al menos, meteríamos el pie.
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Sin esperar nada, seguimos nuestro camino con la incertidumbre y la sorpresa de saber qué habrá detrás de cada una de las gigantescas piedras que se cruzan en nuestro camino. Nuestro único objetivo y deseo es llenar nuestros pulmones con aire puro, algo que en los últimos meses parece haberse complicado un poco.
Llevamos ya más o menos una hora de ruta cuando parece que nuestro sendero termina. Una carrera lo cruza y tenemos la disyuntiva de elegir: continuar recto, torcer a la izquierda o volver. Los niños lo tienen claro: regresamos a nuestro punto de partida pero tomamos una alternativa para disfrutar de este paisaje desde otro punto de vista. Eso sí, antes hacemos un mini break para reponer fuerzas: pistachos, zanahorias crudas y agua como avituallamiento.
La primera etapa del descenso ya la conocemos, pero en la segunda parte atravesamos un puente y bordeamos el embalse. Desde aquí parece que todo es nuevo para nuestros ojos. No sé si por la hora o por el tramo en el que nos encontramos, pero empezamos a cruzarnos con más gente. Aún así, no es nada agobiante e insoportable.
Sabemos que ya nos queda poco para volver al parking donde hemos dejado el coche y no queremos que este momento llegue, así que permanecemos un rato largo contemplando cómo los rayos de sol se reflejan en el embalse mientras las niñas juegan para ver quién lanza la piedra más lejos o quién se hace con el palo más largo. ¡Silencio absoluto!